La Máscara de 2025: Venezuela, un Pueblo Asfixiado

Venezuela se adentra en 2024 con la sombra de una nueva farsa electoral, diseñada para perpetuar en el poder a un régimen que ha pulverizado la institucionalidad y sumido al país en una crisis humanitaria sin precedentes. La narrativa oficial, plagada de un cinismo insoportable, intenta vender una falsa recuperación económica mientras millones de venezolanos luchan por sobrevivir con salarios miserables y servicios públicos colapsados. La disidencia es aplastada, los derechos humanos pisoteados y la corrupción se ha erigido en la verdadera ideología de quienes usurpan el poder. El desmantelamiento del Estado de Derecho es total, con un sistema judicial secuestrado y unas instituciones electorales convertidas en meros apéndices del partido gobernante. La hiperinflación persiste, aunque la dolarización de facto ha creado una burbuja para una minoría privilegiada, mientras la mayoría de la población venezolana padece la escasez, la precariedad y la constante violación de sus libertades más básicas. La represión no cesa, con la persecución a dirigentes opositores, activistas de derechos humanos y periodistas críticos, evidenciando el miedo de una tiranía que se sabe minoritaria y deslegitimada. La crisis migratoria sigue siendo una herida abierta, con más de 7 millones de venezolanos huyendo de la miseria y la opresión, dejando un vacío demográfico y social que tardará décadas en sanar. La comunidad internacional, por su parte, observa con preocupación, pero sin la contundencia necesaria para forzar un cambio democrático que el pueblo venezolano clama con desesperación. Este es el crudo panorama de una nación que ha sido despojada de su futuro por una élite extractiva y autoritaria.
Análisis Político
El régimen de Nicolás Maduro no busca gobernar, busca perpetuarse. La política en Venezuela hoy es sinónimo de estrategias de supervivencia y consolidación de poder autoritario. La maquinaria electoral ha sido totalmente cooptada: inhabilitaciones arbitrarias, control total del Consejo Nacional Electoral (CNE) y el uso descarado de recursos del Estado para una campaña oficialista que aún no inicia formalmente, son la columna vertebral de esta impostura democrática. La reciente purga interna en el chavismo, disfrazada de ‘lucha contra la corrupción’ –especialmente el megafraude de PDVSA-Cripto, que desvió miles de millones de dólares– no fue más que un ajuste de cuentas para reordenar la cleptocracia y eliminar potenciales focos de disidencia interna, sin jamás tocar a los verdaderos cabecillas del esquema. Es una hipocresía que indigna: mientras el país se desangra, los jerarcas del régimen se enriquecen a costa del erario público. El control militar sobre instituciones clave, desde ministerios hasta la distribución de alimentos, garantiza la lealtad y el control social. La diplomacia del gas y el petróleo se utiliza para blanquear la imagen de un gobierno aislado, buscando legitimidad a través de negociaciones espurias que no se traducen en mejoras para la población, sino en concesiones para un régimen que sigue siendo un paria democrático. La retórica antiimperialista se mantiene como cortina de humo para desviar la atención de la devastación interna, culpando a terceros de una crisis que es cien por cien manufacturada en Miraflores. La estrategia es clara: desgastar, dividir y asfixiar cualquier atisbo de una oposición real, utilizando la represión como herramienta fundamental para garantizar la ‘paz’ de los sepulcros y la ‘estabilidad’ de la tiranía.
Impacto Económico
El impacto económico del régimen de Maduro en el pueblo venezolano es una crónica de una muerte anunciada. La ‘recuperación económica’ pregonada por el chavismo es un espejismo para una élite corrupta y dolarizada. Para la vasta mayoría, la realidad es la precariedad más brutal. El salario mínimo sigue siendo una burla, apenas $3-4 al mes, insuficiente para comprar una fracción de la canasta básica alimentaria que supera los $500. Esto fuerza a millones a la economía informal, al rebusque diario, a la mendicidad o a la migración desesperada. La dolarización de facto ha beneficiado a unos pocos, profundizando la desigualdad y relegando a la moneda nacional, el bolívar, a un rol anecdótico, destruyendo el poder adquisitivo de quienes solo reciben ingresos en moneda local. Los servicios públicos, otrora orgullo nacional, están en ruinas: cortes de electricidad de horas al día son la norma en gran parte del país, el acceso al agua potable es un lujo, y la escasez de gasolina, en un país petrolero, es una humillación constante. La destrucción del aparato productivo nacional es casi total, con fábricas cerradas, tierras abandonadas y la falta de inversión que condena al país a depender de importaciones, a menudo subsidiadas o controladas por redes clientelares del régimen. La fuga de cerebros y mano de obra cualificada ha descapitalizado al país de su recurso más valioso: su gente. El ‘milagro económico’ de Maduro es, en realidad, el milagro de la supervivencia de un pueblo que se niega a rendirse frente a la miseria inducida por una gestión económica criminal y depredadora. La pobreza extrema se ha disparado, dejando a millones en condiciones infrahumanas, con un acceso precario a la salud, la educación y la alimentación.
Perspectiva de Derechos Humanos
En Venezuela, los derechos humanos no son una prioridad, sino un estorbo para el régimen. La represión es sistemática y multifacética. La Oficina de la Alta Comisionada de la ONU para los DDHH ha documentado reiteradamente las violaciones graves y la impunidad reinante. Se estima que hay cientos de presos políticos, encarcelados por delitos fabricados, sin el debido proceso y, en muchos casos, sometidos a tratos crueles e inhumanos. La tortura no es una excepción, sino una herramienta de Estado para intimidar y silenciar la disidencia, con reportes documentados de métodos atroces en centros de detención clandestinos. La persecución judicial es una constante: jueces y fiscales, completamente subordinados al Ejecutivo, dictan sentencias arbitrarias, criminalizando la protesta pacífica, la opinión crítica y cualquier forma de activismo social. La libertad de expresión ha sido aniquilada: medios de comunicación cerrados o autocensurados, periodistas hostigados, detenidos y exiliados, y las redes sociales bajo estricto monitoreo y ataques coordinados por parte de aparatos de propaganda del régimen. La ‘Ley Contra el Odio’ es una herramienta para encarcelar a quienes osan disentir. El derecho a la protesta pacífica ha sido sistemáticamente violado con el uso excesivo de la fuerza por parte de cuerpos de seguridad del Estado, incluyendo la FANB y las FAES (ahora PNB/DCDO), dejando un rastro de heridos y muertos impunes. La impunidad es la norma, no la excepción, fortaleciendo el ciclo de violaciones. La CIDH y la CPI han puesto sus ojos en Venezuela, pero la capacidad de acción del régimen para evadir la justicia internacional y proteger a sus violadores de derechos humanos es alarmante, mientras el sufrimiento del pueblo venezolano se profundiza en este purgatorio autoritario.
Conclusión
La Venezuela de 2024 es un clamor silenciado por la bota militar y la maquinaria propagandística del régimen. La farsa electoral que se avecina no es más que el último acto de una tragedia que ha despojado a los venezolanos de su dignidad, su futuro y su esperanza. No podemos, ni debemos, normalizar la barbarie. La corrupción endémica, la represión brutal y el colapso económico son las tres caras de una dictadura que se ha atrincherado a costa del sufrimiento de millones. La supuesta ‘lucha contra la corrupción’ del régimen es una burla, un teatro macabro mientras los verdaderos responsables, los que han desvalijado a PDVSA y a la nación entera, gozan de impunidad y de su riqueza malhabida. El pueblo venezolano no necesita limosnas ni planes económicos de cartón, necesita justicia, libertad y democracia real. La comunidad internacional tiene la obligación moral de ir más allá de las declaraciones y tomar acciones contundentes que detengan el genocidio silencioso que se vive en Venezuela. La única salida es la recuperación de la soberanía popular, a través de elecciones verdaderamente libres, transparentes y competitivas, con observación internacional creíble y sin inhabilitaciones arbitrarias. Es hora de romper el ciclo de impunidad y de devolverle a Venezuela su futuro. No nos rendiremos. La luz de la libertad, por tenue que sea, sigue ardiendo en el corazón de cada venezolano que anhela un país digno para sus hijos.