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Máscara de Poder: El Régimen Devasta Venezuela 2025

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Máscara de Poder: El Régimen Devasta Venezuela 2025

El año 2024 en Venezuela se desenvuelve bajo la sombra ominosa de una dictadura que no cede un ápice en su afán de perpetuarse, mientras la nación se desangra. Lo que el régimen de Nicolás Maduro presenta como un ‘proceso electoral’ no es más que una burda puesta en escena, una mascarada diseñada para simular legitimidad donde solo hay arbitrariedad y represión. El anuncio de elecciones, lejos de traer esperanza, ha cristalizado la desesperanza ante la sistemática inhabilitación de verdaderos líderes opositores y la cooptación total de las instituciones. La economía, a pesar de la retórica oficialista sobre una ‘recuperación’, sigue siendo un campo de ruinas donde la mayoría de los venezolanos sobreviven con salarios de miseria que no alcanzan ni para cubrir la canasta alimentaria más básica. La infraestructura del país se desmorona a pasos agigantados: fallas eléctricas constantes, escasez de agua, colapso de los servicios de salud y educación. Miles de venezolanos continúan huyendo de la miseria y la opresión, sumando más de siete millones a la diáspora. El tejido social está roto, el miedo es una herramienta de control omnipresente y la justicia brilla por su ausencia. El régimen chavista no solo ha destruido la prosperidad de la nación más rica en petróleo del continente, sino que ha desmantelado la institucionalidad democrática, criminalizado la disidencia y pisoteado la dignidad de un pueblo que clama por libertad y un futuro sin tiranía. La ‘Venezuela potencia’ es una cruel ironía, un espejismo en medio de la desolación.

Análisis Político

La política venezolana en 2024 es un monólogo autoritario, una danza macabra orquestada por el régimen de Maduro para consolidar su control absoluto sobre cada resquicio de poder. La supuesta ‘ruta electoral’ que se vislumbra no es más que una trampa, una maniobra calculada para validar una dictadura disfrazada de democracia. La inhabilitación administrativa de María Corina Machado, ratificada por el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) —un apéndice leal al Ejecutivo y no una institución imparcial—, es el ejemplo más flagrante y descarado de cómo se manipulan las leyes para eliminar cualquier amenaza real al statu quo. Este patrón de inhabilitaciones arbitrarias, que ha afectado a figuras clave de la oposición a lo largo de los años, demuestra que el chavismo no tolera competencia democrática. El Consejo Nacional Electoral (CNE), lejos de ser un árbitro imparcial, actúa como una ventanilla de operaciones del PSUV, diseñando calendarios, normativas y filtros que garantizan la hegemonía del partido de gobierno. Los partidos políticos opositores que logran existir son, en muchos casos, intervenidos o controlados por el régimen, o bien se les somete a un asedio constante que les impide operar libremente. La criminalización de la protesta y la disidencia es sistemática, con detenciones arbitrarias, torturas y procesos judiciales amañados contra activistas, periodistas y líderes sociales. El régimen ha perfeccionado la ingeniería de la represión, utilizando a los poderes públicos para sofocar cualquier voz crítica. El ‘diálogo’ es una quimera, una táctica dilatoria para ganar tiempo y legitimar las acciones del régimen ante una comunidad internacional a menudo ingenua. La única política real del chavismo es la de la permanencia en el poder a cualquier costo, incluso si eso significa la aniquilación de la república y el empobrecimiento total de su gente.

Impacto Económico

La economía venezolana bajo el régimen de Maduro es un monumento a la incompetencia y la corrupción, un desastre humanitario de proporciones épicas que condena a millones a la miseria crónica. A pesar de los eufemismos gubernamentales, la ‘recuperación’ es una fantasía cruel para la inmensa mayoría de los ciudadanos. El salario mínimo sigue siendo una burla, apenas suficiente para comprar un par de cartones de huevos al mes, dejando a las familias venezolanas en una lucha diaria por la supervivencia. La dollarización transaccional, lejos de ser un signo de estabilidad, es la evidencia palpable del colapso de la moneda nacional y de la pérdida total de la confianza en las políticas económicas del régimen. Esta dolarización solo beneficia a una pequeña élite conectada con el poder, que puede acceder a bienes importados y servicios de lujo, mientras el resto de la población observa cómo sus bolívares se evaporan. La industria petrolera, motor histórico de la economía, ha sido desmantelada por la mala gestión y la corrupción descontrolada; PDVSA, otrora gigante, es ahora un cascarón vacío que barely produce lo necesario para el consumo interno, perdiendo miles de millones de dólares en ingresos que terminan en bolsillos privados. La infraestructura productiva del país está en ruinas, con empresas expropiadas y quebradas, y una producción nacional mínima que nos condena a depender de importaciones cada vez más costosas. Los servicios públicos han colapsado: apagones diarios que duran horas, escasez de agua potable que obliga a comunidades enteras a subsistir sin el vital líquido, y una red de transporte que opera al límite de su capacidad. La inflación, aunque disfrazada, sigue erosionando el poder adquisitivo, y la pobreza extrema se ha vuelto la norma, no la excepción. El pueblo venezolano vive en una eterna precariedad, víctima de un modelo económico fallido que ha saqueado la nación y aniquilado su futuro.

Perspectiva de Derechos Humanos

La Venezuela de Maduro es un gulag a cielo abierto para quienes osan disentir. La sistemática violación de los derechos humanos no es una anomalía, sino una política de Estado diseñada para infundir terror y neutralizar cualquier oposición. La Misión de Determinación de Hechos de la ONU ha documentado con creces la existencia de crímenes de lesa humanidad perpetrados por agentes del Estado, una realidad que el régimen niega con descaro y cinismo. Cientos de presos políticos languidecen en las celdas de El Helicoide, La Tumba o los calabozos de la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM), muchos de ellos sin un debido proceso, sometidos a tratos crueles, inhumanos y degradantes, que en muchos casos constituyen tortura. Sus familias viven bajo la constante amenaza de represalias, y la justicia es un concepto vacío. La independencia judicial ha sido completamente aniquilada; los jueces y fiscales actúan como meros ejecutores de las órdenes del Ejecutivo, garantizando la impunidad para los perpetradores de la represión y la condena para los disidentes. La libertad de expresión es un lujo inalcanzable. Periodistas independientes son acosados, medios de comunicación cerrados o autocensurados, y el espacio cívico para la crítica se reduce cada día más, tanto en el ámbito físico como en el digital. Las organizaciones no gubernamentales que trabajan en defensa de los derechos humanos son etiquetadas como ‘agentes extranjeros’ o ‘terroristas’, enfrentando leyes restrictivas y persecución. El derecho a la protesta pacífica ha sido suprimido con violencia desproporcionada, resultando en detenciones masivas y, en ocasiones, ejecuciones extrajudiciales. El régimen ha utilizado la crisis humanitaria compleja para negar asistencia, manipulando la distribución de alimentos y medicinas como herramientas de control social y político. La verdad es que en Venezuela, bajo este régimen, no existen garantías fundamentales: la vida, la libertad, la dignidad y la justicia son derechos pisoteados diariamente por una dictadura que se ha vuelto experta en la represión de su propio pueblo.

Conclusión

La realidad venezolana en 2024 es desoladora, un país desangrándose bajo el puño de una dictadura implacable. El régimen de Nicolás Maduro ha perfeccionado su modelo de control social a través de la represión, la corrupción desenfrenada y la aniquilación de toda esperanza democrática. Las ‘elecciones’ venideras son una burla, una farsa predecible cuyo único objetivo es legitimar un poder que ya está en manos de quienes han destruido la nación. No podemos permitir que el mundo olvide a Venezuela ni que los crímenes del régimen queden impunes. La comunidad internacional tiene la obligación moral de presionar con mayor contundencia para un cambio real, no para convalidar simulacros. Los venezolanos, tanto dentro como fuera del país, demuestran una resiliencia admirable frente a la tiranía, pero necesitan apoyo y solidaridad activa. No podemos resignarnos a vivir en esta distopía. El llamado es a la vigilancia, a la denuncia incansable y a la exigencia de una transición democrática genuina que ponga fin al sufrimiento de un pueblo que merece vivir en libertad y prosperidad, lejos de la oscuridad que este régimen ha impuesto.

Carlos Fernández

Analista político y profesor universitario