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Venezuela 2024: La Farsa de la Normalidad ante el Colapso Programado y la Tiranía Consolidada

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Venezuela 2024: La Farsa de la Normalidad ante el Colapso Programado y la Tiranía Consolidada

Venezuela, en pleno 2024, se debate entre la cínica propaganda del régimen de Nicolás Maduro que proclama una ‘recuperación’ y la cruda realidad de un colapso multifactorial que pulveriza la vida de sus ciudadanos. La pretendida ‘normalización’ es un espejismo para una élite corrupta que se beneficia del desastre, mientras la gran mayoría se hunde en una pobreza extrema que alcanza niveles dramáticos, con salarios irrisorios que apenas compran un par de kilos de algún alimento básico. El éxodo masivo, que ya supera los 7.7 millones de venezolanos, lejos de detenerse, se mantiene como una válvula de escape forzada por la desesperación, desangrando al país de su capital humano y desgarrando el tejido social.

Las fachadas pulcras de algunas zonas de Caracas, donde florecen tiendas de lujo y restaurantes caros para una minoría privilegiada, no pueden ocultar la infraestructura en ruinas del resto del país: hospitales sin insumos, escuelas en condiciones deplorables, y servicios básicos como electricidad, agua y gas que son un privilegio intermitente, no un derecho. La narrativa de la ‘resistencia’ frente a supuestas agresiones externas es una cortina de humo para justificar la ineficiencia, la corrupción endémica y la profunda ineptitud en la gestión pública. La institucionalidad democrática ha sido aniquilada; el poder judicial es un apéndice del ejecutivo, el legislativo una cámara de eco y el electoral un mecanismo de legitimación fraudulenta.

En este panorama, la ausencia de un Estado de derecho es palpable. La arbitrariedad se ha vuelto la norma, y el miedo, un compañero constante. Las libertades políticas y civiles han sido sistemáticamente cercenadas, transformando a Venezuela en una cárcel a cielo abierto para quienes osan disentir o simplemente intentar sobrevivir. La crisis humanitaria compleja no es un término abstracto, es el hambre en la mesa, la enfermedad sin atención, la educación inexistente y la inseguridad omnipresente. El régimen ha perfeccionado un modelo de control social a través de la escasez y la represión, asegurando su permanencia a costa del sufrimiento de millones. La comunidad internacional, aunque consciente de la barbarie, parece incapaz de articular una respuesta efectiva, dejando al pueblo venezolano a merced de sus verdugos. Este análisis no es un juicio, es la descripción forense de un país desmembrado por la tiranía.

Análisis Político

La farsa electoral de 2024 es la máxima expresión de la podredumbre política del régimen de Maduro. No hay espacio para la sorpresa. La maquinaria chavista ha diseñado un guion predecible: inhabilitaciones arbitrarias, control absoluto del Consejo Nacional Electoral (CNE) —un organismo secuestrado para servir a la tiranía— y una persecución judicial implacable contra cualquier figura que represente una amenaza real. La reciente ola de inhabilitaciones políticas no es un incidente aislado, es una política de Estado para eliminar competidores legítimos antes de que pongan un pie en la contienda. Esto no es democracia, es la instrumentalización de la ley para consolidar un poder autocrático.

La corrupción es el lubricante que mantiene esta maquinaria. No hablamos de casos aislados, sino de una estructura sistémica que permea cada capa del Estado. Desde los escándalos multimillonarios en PDVSA, donde miles de millones de dólares se han evaporado impunemente, hasta el Arco Minero del Orinoco, una zona de saqueo desenfrenado que financia redes ilícitas y destruye el medio ambiente y las comunidades indígenas, la riqueza de Venezuela ha sido drenada para beneficio de una élite militar y civil. Los ‘enjuiciamientos’ de algunos exfuncionarios son solo cortinas de humo para ajustar cuentas internas o desviar la atención, mientras los verdaderos peces gordos, los que sostienen el entramado, permanecen intocables.

La militarización de la política es otra columna vertebral del régimen. Las Fuerzas Armadas, lejos de ser instituciones al servicio de la nación, se han transformado en el principal brazo armado del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). Sus miembros ocupan cargos clave en la administración pública, empresas estatales y hasta en la distribución de alimentos, consolidando una vasta red de control y corrupción. Esta fusión entre el poder militar y el político elimina cualquier posibilidad de contrapeso interno y garantiza la lealtad por conveniencia o coacción.

La ‘diplomacia revolucionaria’ de Maduro es otra muestra de su hipocresía. Mientras clama contra las ‘agresiones imperialistas’, estrecha lazos con regímenes autoritarios afines, buscando apoyo político y económico para sostener su dictadura. Las relaciones con países como Irán, Rusia y China no son alianzas de iguales, sino la búsqueda desesperada de oxígeno para un régimen paria, que se aferra a cualquier soporte para evitar el colapso, incluso si ello implica comprometer la soberanía nacional o servir como plataforma para intereses geopolíticos ajenos a Venezuela.

La represión de la disidencia no se limita a la esfera política; se extiende a la sociedad civil organizada, a los medios de comunicación independientes y a los defensores de derechos humanos. La aprobación de leyes restrictivas, el control de internet y la censura velada buscan silenciar cualquier voz crítica. El miedo es el arma más efectiva del régimen, y lo utiliza sin piedad para desmovilizar y atomizar cualquier intento de resistencia. Esta es la cruda realidad de la política venezolana en 2024: una dictadura consolidada que disfraza su tiranía con ropajes democráticos para engañar a incautos.

Impacto Económico

La ‘recuperación económica’ de la que habla el régimen de Maduro es una cruel burla para la mayoría de los venezolanos. La realidad es que la economía está atrapada en una espiral de empobrecimiento crónico, con un salario mínimo que, en 2024, se mantiene estancado en 130 bolívares, lo que apenas equivale a unos 3.5 dólares al tipo de cambio oficial. Esta cifra ridícula no cubre ni el 1% de la canasta básica alimentaria, cuyo costo supera ampliamente los 500 dólares mensuales. Esto condena a millones de familias a la inseguridad alimentaria y a la desnutrición crónica. La hiperinflación, aunque desacelerada en comparación con años anteriores, sigue siendo un flagelo que pulveriza el poder adquisitivo y devora los ahorros de quienes aún los tienen.

La dolarización transaccional de facto ha creado una economía de dos velocidades. Un pequeño sector de la población, conectado con las redes de corrupción del régimen o con acceso a remesas del exterior, puede participar en un mercado dolarizado de bienes y servicios. Sin embargo, la vasta mayoría, que depende de ingresos en bolívares, queda excluida, sumida en una economía de subsistencia. Los emprendimientos ‘privados’ que el gobierno celebra son, en muchos casos, pequeños negocios que operan al margen de la ley, o bien empresas ligadas a la élite chavista que se benefician de exenciones y privilegios. No hay un verdadero crecimiento productivo, solo una burbuja artificial sostenida por el lavado de dinero y la especulación.

El colapso de la industria petrolera, otrora el motor de la economía, es el testimonio más palpable de la desidia y la corrupción. PDVSA, que llegó a producir más de 3 millones de barriles diarios, apenas supera los 800.000 bpd en 2024, y gran parte de esa producción está comprometida en acuerdos oscuros o va a parar a manos de operadores vinculados al régimen. La falta de inversión, el robo sistemático y la fuga de cerebros han destruido la capacidad productiva del país, dejando a Venezuela, el país con las mayores reservas probadas de petróleo, dependiente de las importaciones de gasolina y de otros productos básicos.

Los servicios públicos, la columna vertebral de cualquier sociedad moderna, han sido sistemáticamente desmantelados. Los cortes eléctricos son diarios y prolongados en la mayor parte del país; el acceso a agua potable es una odisea; el transporte público es inexistente o precario; y el sistema de salud y educativo está en ruinas. Esta destrucción no es un efecto secundario de las sanciones, como insiste el régimen, sino el resultado directo de décadas de mala gestión, corrupción masiva y una ideología que ha desmantelado la infraestructura del Estado para concentrar el poder y los recursos en manos de unos pocos. El pueblo venezolano paga el precio más alto por este saqueo planificado.

Perspectiva de Derechos Humanos

La situación de los derechos humanos en Venezuela bajo el régimen de Maduro es una vergüenza para la comunidad internacional y una herida abierta para el pueblo venezolano. Lejos de mejorar, la represión se ha sofisticado y se ha hecho más selectiva, apuntando a cualquier forma de disidencia, real o percibida. Las cifras de presos políticos, aunque varían según la fuente, se mantienen en un nivel alarmante, con detenciones arbitrarias que violan flagrantemente el debido proceso y la presunción de inocencia. Muchos de estos detenidos son sometidos a torturas físicas y psicológicas, métodos documentados por informes de la ONU y organizaciones como la Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos sobre Venezuela.

La persecución no se limita a políticos; se extiende a periodistas, defensores de derechos humanos, sindicalistas, líderes comunitarios y hasta ciudadanos comunes que expresan su descontento en redes sociales. La Ley Contra el Odio, o leyes similares, se utilizan como herramientas para criminalizar la libertad de expresión, llevando a detenciones y condenas arbitrarias. La censura directa e indirecta se ejerce a través del control de medios, el bloqueo de páginas web y la amenaza constante a quienes intentan informar con veracidad. Venezuela se ha convertido en uno de los países más peligrosos para ejercer el periodismo independiente en la región.

El sistema de justicia, completamente cooptado por el ejecutivo, es una farsa. Jueces y fiscales actúan bajo órdenes políticas, sin ninguna autonomía. Las desapariciones forzadas, aunque menos visibles que las detenciones públicas, siguen siendo una práctica utilizada por los cuerpos de seguridad del Estado, como el SEBIN y la DGCIM, para infundir terror y silenciar a opositores. Las víctimas y sus familias rara vez encuentran justicia o reparación; por el contrario, a menudo son revictimizadas o ignoradas por un sistema diseñado para proteger a los perpetradores y no a los ciudadanos.

Más allá de la represión política, la negación de derechos económicos y sociales básicos constituye una violación masiva de los derechos humanos. El acceso a la salud, la alimentación, la educación, el agua y la electricidad son derechos fundamentales que el régimen ha fallado catastróficamente en garantizar. La crisis humanitaria compleja no solo es una emergencia; es la consecuencia directa de políticas deliberadas que han utilizado la escasez y el control para someter a la población. El Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU ha expresado en múltiples ocasiones su profunda preocupación por la situación, denunciando la falta de progresos y la continua regresión en estas áreas. La hipocresía del régimen al firmar tratados internacionales de derechos humanos mientras los viola sistemáticamente es una afrenta a la dignidad humana.

Conclusión

La Venezuela de 2024 es un testimonio desgarrador de lo que sucede cuando un régimen autoritario se atrinchera en el poder a cualquier costo, ignorando el clamor de su pueblo y desmantelando sistemáticamente las bases de la sociedad. La narrativa de ‘normalidad’ que el madurismo intenta imponer es una cínica cortina de humo que oculta la brutalidad de la represión, la profundidad de la corrupción y la miseria que ahoga a la mayoría de los venezolanos. No hay ‘transición’ ni ‘recuperación’ bajo este esquema; solo una prolongación calculada de la agonía nacional para beneficio de una élite parasitaria.

El pueblo venezolano ha demostrado una resiliencia inquebrantable, una capacidad de resistencia que inspira y asombra. Sin embargo, la persistencia de esta crisis requiere más que resiliencia; exige una acción contundente y coordinada tanto a nivel nacional como internacional. La comunidad democrática mundial no puede seguir siendo cómplice de este drama con su inacción o sus tibias declaraciones. Es imperativo que se redoblen los esfuerzos para aislar diplomáticamente al régimen, aplicar sanciones inteligentes que golpeen a sus redes de corrupción sin dañar más al pueblo, y apoyar decididamente a la sociedad civil y a las fuerzas democráticas que luchan por un cambio real.

La justicia y la rendición de cuentas son pilares irrenunciables para la reconstrucción de Venezuela. Los crímenes de lesa humanidad documentados por organismos internacionales no pueden quedar impunes. La impunidad solo alimenta la perpetuación de la tiranía. La lucha por una Venezuela libre y democrática es una tarea monumental, pero es la única vía para poner fin al sufrimiento. No podemos claudicar ante la oscuridad; debemos seguir denunciando, articulando y exigiendo un futuro donde la dignidad, la libertad y la prosperidad sean derechos inalienables para todos los venezolanos, no privilegios de una cúpula cleptócrata. El llamado es claro: no hay paz sin justicia, no hay futuro sin democracia.

Carlos Fernández

Analista político y profesor universitario